Cerca del 50% de los encarcelados en nuestra provincia no tiene condena, una situación que trae aparejados no sólo inconvenientes de tipo legal, sino también de lógica, puesto que se les aplica primero la pena, para luego determinar si les corresponde o no la pena que ya están cumpliendo, inconveniente este último que no se subsanaría incluso arribando a una sentencia condenatoria.
Por Gabriel Sánchez
Efectivamente, son 1.800 las personas que están privadas de su libertad en unidades carcelarias salteñas, de las cuales casi la mitad son inocentes. Los datos fueron elaborados en agosto de este año por el Servicio Penitenciario ante un pedido del diputado Durand Cornejo. Dadas a conocer por el Ministerio de Justicia, Seguridad y DDHH, confirman que el 48% (864) del total están siendo investigadas para determinar si son o no merecedoras de una pena de encierro por la comisión del delito que se les imputa. Se podrá apreciar que la situación de estas personas trae aparejados no sólo inconvenientes de tipos legales, sino también de lógica, puesto que se les aplica primero la pena, para luego determinar si les corresponde o no la pena que ya están cumpliendo, inconveniente este último que no se subsanaría incluso arribando a una sentencia condenatoria.
El inconveniente legal está dado por el principio de inocencia, contemplado en la Constitución Nacional (art. 18 y 75 inc. 22) cuando establece que “nadie puede ser penado sin juicio previo”. La prisión preventiva es una pena que se aplica sin haberse llevado a cabo un juicio del cual surja una sentencia condenatoria, la cual, luego de su apelación, quedará firme. Recién en ese momento una persona es considerada culpable y pierde su condición de inocente. De no ser así, la situación sería al revés, en donde todo habitante sería culpable hasta tanto él no demuestre su inocencia. Por ello, el instituto de la prisión preventiva debe usarse en casos extremos, cuando la posibilidad de fuga del acusado o entorpecimiento de la causa se derive de su comportamiento evasivo de la justicia y de sus posibilidades fácticas de concreción, cercanas a la certeza, que le impidan gozar de uno de los derechos fundamentales que le asisten.
El encierro como regla
En la práctica, aguardar el proceso privado de la libertad se convirtió en una regla para los sectores más vulnerables de la población, en vez de una medida excepcional. En efecto, la mayoría de los detenidos pertenece a los estratos más bajos en lo económico y educacional, puesto que, según las estadísticas penitenciarias, del total de presos con o sin condena, sólo 175 (menos del 10%) ha terminado el nivel de educación secundario y sólo 8 poseen estudios terciarios o universitarios. El 22% de las personas privadas de la libertad ni siquiera completó el ciclo primario. Pero, además, las unidades carcelarias salteñas albergan a 32 analfabetos. Este cuadro genera el agravante de estigmatizar a dichos sectores, favoreciendo la errónea y prejuiciosa idea de sindicar a los mismos como los únicos que delinquen, creando un estereotipo de delincuente en el imaginario colectivo con componentes clasistas, racistas, etarios, de género y estéticos, magnificado, además, por los medios de comunicación masivos, cuando en realidad el estereotipo acaba siendo el principal criterio selectivo de criminalización. Es decir que el delito no es exclusivo de un solo sector de la sociedad, sino que abarca y lo cometen todos los estratos sociales, pero la criminalización, esto es, la selectividad punitiva que el poder realiza, recae sobre aquellos grupos de personas más vulnerables. De esta forma, el poder punitivo opera como una forma de segregar a aquellos individuos indeseados en una sociedad y por lo tanto, a mayor vulnerabilidad social, mayor es la posibilidad de encierro ante la comisión de un delito, y ante menor vulnerabilidad, las posibilidades de encierro son casi nulas. Vayamos a las cárceles si no y contemos cuántas personas están privadas de su libertad por delitos económicos (llamados de “cuello blanco”), contra la administración pública, terrorismo, etc. Incluso cuando la comisión de un delito con gran repercusión mediática la realizó una persona con poder, no por ello el trato dispensado por la justicia al autor deja de ser casi privilegiado. Pensemos si no en Omar Chabán, condenado a 20 años de cárcel por el incendio de Cromagnon que dejó como saldo 194 muertos y 1,432 heridos, o en el padre Julio Grassi, condenado a 15 años de cárcel por abuso sexual; en ambos casos se resolvió –a pesar de las elevadísimas penas- dejarlos en libertad hasta tanto la sentencia quedara firme.
El inconveniente legal está dado por el principio de inocencia, contemplado en la Constitución Nacional (art. 18 y 75 inc. 22) cuando establece que “nadie puede ser penado sin juicio previo”. La prisión preventiva es una pena que se aplica sin haberse llevado a cabo un juicio del cual surja una sentencia condenatoria, la cual, luego de su apelación, quedará firme. Recién en ese momento una persona es considerada culpable y pierde su condición de inocente. De no ser así, la situación sería al revés, en donde todo habitante sería culpable hasta tanto él no demuestre su inocencia. Por ello, el instituto de la prisión preventiva debe usarse en casos extremos, cuando la posibilidad de fuga del acusado o entorpecimiento de la causa se derive de su comportamiento evasivo de la justicia y de sus posibilidades fácticas de concreción, cercanas a la certeza, que le impidan gozar de uno de los derechos fundamentales que le asisten.
El encierro como regla
En la práctica, aguardar el proceso privado de la libertad se convirtió en una regla para los sectores más vulnerables de la población, en vez de una medida excepcional. En efecto, la mayoría de los detenidos pertenece a los estratos más bajos en lo económico y educacional, puesto que, según las estadísticas penitenciarias, del total de presos con o sin condena, sólo 175 (menos del 10%) ha terminado el nivel de educación secundario y sólo 8 poseen estudios terciarios o universitarios. El 22% de las personas privadas de la libertad ni siquiera completó el ciclo primario. Pero, además, las unidades carcelarias salteñas albergan a 32 analfabetos. Este cuadro genera el agravante de estigmatizar a dichos sectores, favoreciendo la errónea y prejuiciosa idea de sindicar a los mismos como los únicos que delinquen, creando un estereotipo de delincuente en el imaginario colectivo con componentes clasistas, racistas, etarios, de género y estéticos, magnificado, además, por los medios de comunicación masivos, cuando en realidad el estereotipo acaba siendo el principal criterio selectivo de criminalización. Es decir que el delito no es exclusivo de un solo sector de la sociedad, sino que abarca y lo cometen todos los estratos sociales, pero la criminalización, esto es, la selectividad punitiva que el poder realiza, recae sobre aquellos grupos de personas más vulnerables. De esta forma, el poder punitivo opera como una forma de segregar a aquellos individuos indeseados en una sociedad y por lo tanto, a mayor vulnerabilidad social, mayor es la posibilidad de encierro ante la comisión de un delito, y ante menor vulnerabilidad, las posibilidades de encierro son casi nulas. Vayamos a las cárceles si no y contemos cuántas personas están privadas de su libertad por delitos económicos (llamados de “cuello blanco”), contra la administración pública, terrorismo, etc. Incluso cuando la comisión de un delito con gran repercusión mediática la realizó una persona con poder, no por ello el trato dispensado por la justicia al autor deja de ser casi privilegiado. Pensemos si no en Omar Chabán, condenado a 20 años de cárcel por el incendio de Cromagnon que dejó como saldo 194 muertos y 1,432 heridos, o en el padre Julio Grassi, condenado a 15 años de cárcel por abuso sexual; en ambos casos se resolvió –a pesar de las elevadísimas penas- dejarlos en libertad hasta tanto la sentencia quedara firme.
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