martes, 15 de septiembre de 2009

Poder Pastoral mediático

Por Daniel Avalos

Lic. en Historia - ISEPCi Salta




Según los historiadores, el Poder Pastoral en el medioevo representaba el Poder de la Iglesia sobre la cristiandad. Era ejercido por los sacerdotes que aseguraban al rebaño la necesidad de soportar los pesares terrenales a cambio de la felicidad en el reino de los cielos. Concepción quietista, que inmovilizaba las conciencias sujetándolas y sofocándolas para mantenerlas tranquilas. Un rol parecido juegan hoy los medios concentrados de comunicación. La salvación está en el más acá: sujetan las conciencias ofertando disfrute e inmediatismo. Los sacerdotes de hoy, presentadores mesurados, conductores simpatiquísimos y políticos correctos, ante la amenaza de que una ley socave su asombroso Poder Pastoral mediático, súbitamente se han convertido en cruzados de la libertad de expresión. Seres de repente atravesados por fuertes convicciones y el coraje de solicitar al rebaño manso, desde las pantallas, no tranquilidad, sino un esfuerzo patriótico que nos arroje a la acción contra esa Ley. Ellos y los que defienden la Ley coinciden en la estrategia: tratar el tema en el escenario más adecuado a sus fuerzas. El problema es que, mientras para el oficialismo ese escenario es hoy, para ellos ese escenario es después de diciembre. La política local también se involucra. Urtubey juega a dos puntas, proclamando la necesidad de una ley de ese tipo, pero no entiende el apuro. Hasta Andrés Zottos sale de su ostracismo para referirse al tema y dice lo que todos en los medios dicen: "Pone en peligro la libertad de expresión y el acceso libre a la información (…) por las excesivas atribuciones que se otorgan al Poder Ejecutivo Nacional, como organismo de control". Los argumentos técnicos de uno y otro son múltiples, pero el problema de la libertad de expresión es el que más preocupa. Conviene entonces detenerse en ella. Para ello, es necesario abstraerse del debate de superficie que congela el escenario en la disputa “K” versus oposición y Clarín. Por debajo ocurren movimientos más profundos que enfrentan al Estado, máxima expresión de lo político, con las corporaciones económicas. Ante ello, el análisis del significado de la libertad de expresión no puede prescindir del análisis de las profundas modificaciones experimentadas por estas dos dimensiones de la vida social en los últimos cuarenta años.

Según la Sociedad Interamericana de Prensa, la libertad de expresión implica el libre acceso del periodismo a las escenas en donde se producen los acontecimientos de importancia de la sociedad, sin represión o riesgo de sufrirla en manos del Estado. La definición de la Asociación de Prensa Americana es más alberdiana: la define como una libertad que el Pueblo no delega en sus representantes, sino que la retiene para sí, por ser la que permite conocer la gestión de sus gobernantes y de allí lo absurdo que resultaría que estos reglamenten lo que el pueblo debe leer, ver u oír. La primera definición hace referencia a los periodistas y no a la industria mediática. La segunda se refiere a los contenidos, aspecto este que la ley no regula, salvo en lo relacionado a garantizar un 60% de contenidos locales por región y lugar en aquellos sitios en donde se creen radios y televisoras. Pero lo importante aquí es otra cosa. En esas definiciones, el Estado constituye el punto del conflicto, la dimensión capaz de obstaculizar la libertad de expresión, lo cual representaría el esfuerzo de los gobiernos por dejar en las sombras aquello que, en teoría, debe ser público. Siendo el Estado la máxima expresión de lo político, subyace entonces la idea de una política vampirezca. Una práctica que se mueve en la oscuridad y cuyo objetivo es mantener invisible lo que debería ser visible. Es esta la concepción que manejan los opositores a la ley. Por ello Carrió declara que, entre los intereses de los grupos concentrados y el peligro del totalitarismo estatal, va a defender a los primeros. Paradójicamente, el Partido Obrero concuerda. En una nota de tapa de su prensa declara: “Pero la estatización de la opinión o de la expresión puede ser incluso peor que el monopolio privado, porque el Estado concentra el poder político del capital, tienen el monopolio de la fuerza y opera por medio de una burocracia tanto o más conspirativa que los servicios privados”, y uno dice ¡caramba! Tanta vocinglería obrera estatista, y ahora resulta que el Estado que quieren conquistar es más perverso que los grupos privados. La duda se aclara pronto si seguimos leyendo esa nota, que después aclara: “En el programa de los socialistas del Partido Obrero, la abolición del monopolio privado y estatal sobre la información y la prensa constituye el primer paso hacia la disolución del propio Estado como instrumento histórico de coacción”. Y entonces uno respira. Comprende al fin que el Partido Obrero tiene la misma posición que la derecha en torno a la ley, pero que llega a ella a partir de razonamientos más ambiciosos: después de que protagonicen la revolución proletaria tomando el Estado, empezará la disolución del mismo para que ingresemos al comunismo definitivo en donde ni siquiera habrá Estado. Muchos piensan que se trata de un imposible; otros, los optimistas, que para ello falta mucho. Sea lo que sea, tamaña declaración confirma algunas cosas: que cierta izquierda ha “marcianizado” su estrategia en nombre de la pureza revolucionaria, al costo de una total exterioridad de sus planteos con respecto a las situaciones que se viven en el mundo terrenal.
En esa concepción estadocéntrica que explica la obstaculización de la libertad de expresión, anida un razonamiento extemporáneo. Pierde de vista profundos cambios ocurridos los últimos cuarenta años y subestima o encubre otros poderes que no se someten a la voluntad popular: los grandes grupos económicos. Entonces las amenazas a la libertad de expresión siguen recayendo exclusivamente en el Estado, dejando fuera del conflicto a otros poderes que han ganado una fuerza extraordinaria. La naturaleza de las conceptualizaciones puede explicarse: se trata de conceptos elaborados en el siglo XX, el siglo de máximo desarrollo y Poder de los Estados nacionales que lograron incidir de manera formidable en la vida económica, política y cultural de sus respectivas sociedades, al punto de que eran capaces de controlar los comportamientos y los sentimientos de sus respectivas sociedades. Un Poder que, en la era de la globalización, se ha reducido. Una era en donde la economía se ha independizado de la política y por ende de los Estados, en donde sus cuadros políticos y técnicos insisten en lo indeseable e improductivo que resultaría que la libre empresa y el mercado se regulen por normas ajenas a las de la propia economía. Un capital mediático, incluso, que posee una capacidad asombrosa para cumplir lo que antes era una función del Estado: controlar las conductas y los sentimientos de las sociedades. Una capacidad de penetración asombrosa en la conciencias de las personas, como se relatara al principio, pero también de arrojarse al juego político, en el sentido de articular fuerzas con otros sectores para subordinar las leyes a los intereses creados.
Es cierto, el Estado y la política son vampirezcos, ensombrecen lo que no quieren que se vea. De allí la misión del periodismo de alumbrar eso que otros oscurecen, como un hombre que, linterna en mano, dirige la luz de esta última en medio de una habitación oscura sobre aquello que otros quieren esconder. Pero tampoco caben dudas: las grandes corporaciones también hacen un elogio de la ceguera y de lo vampirezco. Existen ejemplos trágicos que simbolizan elocuentemente la emergencia de un nuevo tiempo y de nuevos actores: el asesinato de José Luis Cabezas es uno de ellos. Ocurrió en los noventa, época de auge del capital concentrado. Uno más de los supremos empresarios (Yabran) que desde entonces existen, no quería que su rostro fuera público. Era de los que accionaban desde las sombras, apegado a lo turbio, a lo poco transparente y a lo secreto. Cabezas osó hacer visible lo invisible, no con una linterna, sino con el flash de su cámara fotográfica y terminó como terminó. Mirar lo que no debe ser mirado en esta Argentina ha sido siempre una causa de muerte. Mirar todo lo que deba ser mirado es una apología de la libertad de expresión, cuyo obstaculizador pueden ser los Estados sin lugar a dudas, pero también hoy el capital concentrado que, iluminando hasta al hartazgo aquello que le interesa mostrar, es capaz también de invisibilizar todo aquello que no desea mostrar. Segmentar en partes iguales el espectro de ondas entre lo público, lo comercial y lo destinado a las organizaciones sin fines de lucro, más que obstaculizar la libertad de expresión, abre las posibilidades no sólo de equilibrar la asimétrica redistribución del Poder social que hoy favorece a élites internacionalizadas, sino que también convierte en una condición de posibilidad la efectiva democratización en el uso de las modernas tecnologías de la comunicación. Franca disputa política cuya contradicción principal no radica entre los Kirchner y Clarín, sino entre el Estado y las corporaciones, la política y la economía. Los argumentos en torno al supuesto revanchismo u oportunismo político de la gestión nacional, no deberían hacer perder de vista el sentido de la oportunidad que la centroizquierda parlamentaria aprovechó para lograr que el oficialismo elimine del proyecto el artículo que permitía a las empresas telefónicas entrar al negocio de la televisión por cable, a diferencia de aquellos que, en nombre de la prudencia y el debate dilatado, apuestan a una permanencia de las cosas en el punto que hoy se encuentran. Una permanencia que constituye siempre el espíritu profundo del pensamiento conservador.