lunes, 9 de noviembre de 2009

Los Invisibles

Por Daniel Avalos



El informe de José González Romano publicado en esta edición (“Cinco décadas igual”, pp---), nos tienta a añadir algunas palabras. No para elogiarlo, porque el trabajo lo hace por sí sólo. Tampoco para comentarlo. Las cifras que allí aparecen muestran claramente cómo viven miles de salteños. Mencionemos, solamente, algunos de esos datos: “Miles de hogares con piso de tierra o ladrillo suelto, sin provisión de agua por cañería o que no disponen de inodoro con descarga de agua, y otros muchos compuestos por ranchos, casillas, piezas de inquilinato y/o pensión. Floresta figura entre los barrios con más del 40% de población con NBI, índice que incluye hogares en donde se registra hacinamiento o en los cuales hay niños en edad escolar que no asisten a la escuela”. Lo que tienta, entonces, a seguir escribiendo sobre el asunto es una relación paradójica que atraviesa todo el informe: la que existe entre el Estado y sus gobernados.
Los mitos fundacionales de los modernos Estados sostienen que los hombres delegaron en ellos el Poder de gobernarlos. A cambio de esa delegación, los primeros se comprometían a proteger a los ciudadanos, valiéndose, incluso, de la violencia, a partir de la facultad de los Estados de monopolizar la misma. La sumisión de los hombres a ese Poder, entonces, habría sido un acto voluntario. Se trata de la versión mítica de los orígenes del Estado: algo que no podemos demostrar racionalmente, pero que se toma como verdadero. Desde entonces, el Estado avanzó decididamente sobre otros dominios. Monopoliza, por ejemplo, la facultad de otorgar identidad a los súbditos: sólo existimos y somos objeto de la ley si ese Estado certifica nuestro nacimiento, o sólo estamos legalmente muertos, si ese Estado certifica nuestra defunción. Son muchas las facultades que monopoliza, pero importa aquí enfatizar una. Los Estados también se arrogan la facultad de centralizar y legitimar la información sobre cuántos seres viven en el territorio que ellos reivindican como propio, cuáles son sus edades, sus proyecciones demográficas, o cuáles son las condiciones de existencia de esos hombres y mujeres. En nuestro país, ese tipo de estadísticas empezó a sistematizarse desde la segunda mitad del siglo XX. La justificación era loable: la necesidad de información precisa sobre las condiciones en las que se desenvuelve la población, a fin de diagnosticar las problemáticas y diseñar las políticas públicas capaces de resolverlas con igual precisión. Justamente entonces surgió algo que hoy todos conocemos en mayor o menor grado: censos, observatorios, Indec, etc. Y para producir todo ese volumen de información, esos Estados crearon los organismos y aparatos burocráticos correspondientes. Las fuentes de José González para la elaboración del informe que hoy publicamos fueron estos organismos. Y lo que esas fuentes indican es que hoy nuestro Estado está en condiciones de elaborar un diagnóstico preciso de los problemas de, por ejemplo, Barrio Floresta. Lo que no parece saber, o querer, es intervenir con precisión para terminar con los mismos. La vieja y fundamental pregunta se impone: ¿por qué?
Seamos, por un momento, bienintencionados. Puede que se trate de un problema de confianza. Que el Estado provincial confíe poco en lo que los organismos estadísticos nacionales indican. Ante ello, tal vez, consideren necesario y hasta legítimo crear sus propias herramientas de medición, que diagnostiquen, con mayor precisión aún, los problemas de la salteñidad. Sería incluso un intento local por modernizar el propio Estado, convirtiéndolo en uno que sea capaz de producir y monopolizar sus propios saberes sobre nuestra sociedad. Más aún si de lo que se trata es de generar políticas públicas orientadas a resolver problemas sociales, convirtiendo a los sectores vulnerables y sus condiciones de existencia en objeto focalizado de análisis e intervención estatal. Algo de eso pareciera estar en marcha. Cientos de jóvenes, desde mediados de octubre, realizan encuestas destinadas a ilustrar al Estado salteño sobre la composición poblacional, las condiciones de infraestructura y las necesidades sociales de 65 barrios. Si el Censo Social salteño responde a estos objetivos, estaríamos ante una razón burocrática brutal. Y lo sería porque todos sabemos cómo se vive en muchos barrios, cómo muchos miles padecen ese existir cotidianamente, y a pesar de todo ese saber, el Estado precisaría que sus expertos lo registren, dicen, con precisión científica para luego, sí, intervenir adecuadamente. Hasta que ello ocurra, las autoridades recurrirán a la política del parche que, en nombre del Censo, hasta puede legitimarse: lo espasmódico se impone, podrían decir, porque no hay un saber preciso de lo que está ocurriendo.
Pero ahora nos indignemos. Sobre todo porque, mientras se despliega toda esta ceremonia racional que dura mucho, el vecino de Floresta y de muchos otros barrios sigue invisibilizado. Lamentablemente, es fácil relatarlo. Ocurre cuando ese vecino se dirige a una oficina estatal a informar a las autoridades, por ejemplo, que cada quince días debe recolectar agua de un camión cisterna, que tiene una turbulenta incertidumbre sobre la situación legal de su terreno, que vive sin redes cloacales, que no quiere pero debe engancharse a la luz. Podemos imaginar a ese vecino realizando esos trámites infinitos. Lo hace con un especial cuidado, cuidando que los modales no enojen a la autoridad, que siempre tiene a mano la represalia de abortarle u obstaculizar la posibilidad misma de exponer sus problemas. Tiene la precaución, incluso, de cuidar su aspecto, porque los pobres, es de corriente conocimiento, saben mucho de la importancia de estas cuestiones para ser bien recibidos. Pero todo esto es un tanto inútil, porque para las autoridades esos problemas todavía no existen para un Estado que no los tiene científicamente registrados. El vecino podría sugerir que el Indec sí lo tiene registrado, que los censos también, que lo leyó en el informe de José González, pero no…El burócrata no podrá hacer nada hasta que esos saberes sean adecuada y pertinentemente producidos por la autoridad correspondiente. La invisibilidad se impone. Recurramos a la literatura para que nos ilustre mejor. Pidamos el auxilio de Manuel Scorza, ese peruano genial que en la década del 60 partió como periodista a las sierras peruanas para cubrir los levantamientos indígenas de entonces. La experiencia lo marcó para siempre, y de ella nació la obra que lo hizo mundialmente famoso: Historia de Garabombo el invisible. En un pasaje de la novela, Garabombo relata a un grupo de amigos comuneros su frustrado viaje a Lima, adonde había partido para exponer ante las autoridades los abusos que padecía su comunidad. “Al comienzo no me di cuenta…”, relata Garabombo, “…Creía que no era mi turno. Ustedes saben cómo viven las autoridades: siempre distraídas. Pasaban sin mirarme. Yo me decía ‘siguen ocupados’, pero a la segunda semana comencé a sospechar, y un día que el Subprefecto Valerio estaba solo me presenté ¡Pero no me vio! Hablé largo rato. Ni siquiera alzó los ojos. Comencé a maliciar. Al fin de la semana, mi cuñado Melecio me aconsejó consultar a Victoria de Macre”, “¿Y qué dijo doña Victoria?, inquirió alguien de la ronda, a lo que Garabombo respondió: “Que me había vuelto invisible.”
Miles de salteños padecen lo mismo. Y la naturaleza de su invisibilidad no radica en la razón burocrática, sino, y fundamentalmente, en que el Estado no los quiere ver, ni a ellos ni a sus reclamos. Cuando, hartos de los abusos, los segregados cruzan en grupo los límites de su territorio, indiferentes al buen aspecto que las oficinas oficiales imponen, veladamente, como condición de una buena atención, y cortan las calles y obstaculizan el tránsito, entonces recuperan visibilidad. Y cuando ello ocurre, el Estado, ahora sí, sale a su encuentro. Primero, para explicarles que sus padecimientos están siendo registrados científicamente, que ya podrán vislumbrarse; cuando esto ya no alcanza, para reprimirlos. Y muchos nos asombramos de la reacción. Y si nos asombramos, es porque ya hemos sido presa de una distorsión que los sectores poderosos que controlan ese Estado pergeñan: hacernos creer que el Estado somos todos.

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