Por Daniel Avalos
El caso Leavy sigue presente en los medios. Pero su tratamiento sigue siendo casi una exclusiva cuestión de prolijidad. Todos se defienden en términos operativos. Leavy y su asesor legal aducen que el procedimiento está plagado de improlijidades y en esa falta de cuidado y esmero procedimentales asientan su defensa. Los concejales destituyentes, por su parte, no parecen poder demostrar su prolijidad. Alegan que los culpables de esas desprolijidades son “terceros con intereses”. Por ejemplo, arguyen que el foliado enviado el viernes 23 de octubre pasado fue entremezclado por la secretaria que recibió el expediente en el municipio, o incluso que, después de todo, el procedimiento de ellos fue “un millón de veces más regular que la contratación de la máquina”, en referencia a las irregulares operaciones de contratación realizadas por el municipio que desencadenaron el escándalo y la destitución del “Oso”. Y uno duda. Se pregunta si efectivamente el proceso tartagalense se reduce a una cuestión de corrupción e improlijidad. Lo primero, seguro; lo segundo, repasemos.
Porque, en realidad, lo que el escándalo visibiliza es una continuidad asombrosa, inmune al vértigo de los acontecimientos mediáticos, de un tipo de práctica política que tiene varias décadas. La lógica de la misma es relativamente fácil de enunciar: una capacidad asombrosa de la clase política para autonomizar sus decisiones de las demandas y necesidades de sus representados. Intentemos resumir algunas etapas de ese proceso: hombres y mujeres de la política manifiestan su voluntaria decisión de representar a los ciudadanos; despliegan, entonces, grandes esfuerzos para lograr el objetivo; declaman, durante la campaña, que su misión es simple y profunda a la vez, la de buscar los modos de dar curso a la voluntad general. Se trata de una frase maravillosa, que responde a una concepción de la política también maravillosa: el político como representante que no monopoliza el derecho de decidir, en tanto la decisión se mantendría en su fuente de surgimiento, que es la voluntad popular. El problema, sabemos, es que se trata de un simulacro porque, una vez que el político tradicional ha logrado el objetivo, efectivamente autonomiza su capacidad técnica de decidir en nombre de todos. Justamente esto es lo que denominamos “Política sin Sujetos”. Una práctica que se realiza al margen de los sectores populares. Una política privatizada, en manos de una oligarquía que responde a corporaciones cuyos objetivos fundamentales consisten en conservar y engrandecer sus ámbitos de influencias y sus cuotas de Poder. Cuado tales corporaciones entran en contradicciones surgen las internas. Y estas responden a las mismas lógicas.
El “caso Leavy” es un buen ejemplo. Los involucrados hablan de las desprolijidades de uno y otros, y cierta prensa amplifica esa versión. Algo que es cierto, pero sólo en parte. Hay desprolijidad, por ejemplo, en lo institucional, porque Leavy en sus contrataciones, y los concejales destituyentes en su proceso, no siguieron las normas institucionales. Es desprolijo desde lo ideológico porque algunos de esos concejales, que declaran estar guiados por sus compromisos en luchar contra la corrupción, están involucrados en hechos de corrupción. Pero el proceso, por el contrario, es de una prolijidad asombrosa en cuanto a la concepción que determina la naturaleza del conflicto. Una lucha de corporaciones políticas que prescinde de los ciudadanos, moviéndose como verdaderos servicios de inteligencia, diseñando, planificando y ejecutando operaciones, manipulando historias, personalizando e involucrando a diferentes protagonistas. Los medios, por supuesto, juegan un rol importante. Video Tar, por ejemplo, es sindicado por muchos como una pieza clave en ese conflicto. No se lo puede asegurar, pero ¿quién podría negar verosimilitud a esas versiones, con la importancia y el poder que han adquirido los medios en las últimas décadas? Y es que lo que muchas veces hacen, lo hacen muy bien: construir cantidades importantes de relatos funcionales a objetivos específicos, hasta instalarlos como verdaderos. Ernesto Mertinchok, docente del Círculo de Prensa, define con precisión estas operaciones mediáticas: pequeños bocadillos azucarados o envenenados que, aunque provocan obesidad, nutren poco al consumidor que, siendo en este caso el televidente o el lector, termina comprendiendo poco de los movimientos profundos que ocurren en la sociedad en la que viven.
Cuando todo esto ocurre, es porque las corporaciones políticas protagonizan una agresiva lucha de Poder. Para algunos se trata de una interna del Frente que ganó las elecciones en el 2007. Tiene sentido. Después de todo, el plomero que destapó el escándalo lo hizo días antes de las elecciones para diputado nacional de junio, momento en que el gobernador renegaba de la decisión de Leavy de no apoyar a su candidato, Yarade. Algo que Leavy no aceptó y terminó arrasando con los votos en su ciudad. Otras hipótesis apuntan al PRS y a Andrés Zottos quien, desesperado, pretende recuperar a cualquier precio una Tartagal que alguna vez creyó suya. El PJ, dicen, no es ajeno a la conspiración, preocupado como está por seguir arremetiendo contra los aliados del ya viejo frente en su objetivo de ser la única estructura con control de todos los recursos y resortes del Estado.
Y en medio de ese enmarañado escenario, preguntarse, como lo hacen los detectives “¿Quién fue el asesino de Leavy?”, resulta complicado. No lo sabemos, y seguramente no lo sabremos. Somos parte de una provincia que, como en todas las de este, nuestro país, se sabe siempre quién ha sido muerto, pero rara vez quién ha matado. El muerto de hoy, Leavy mismo, participa de esa lógica. O al menos así parece cuando en su defensa argumenta cuestiones exclusivamente procedimentales y nulamente políticas. Posible interpretación: Leavy forma parte de esa manera de concebir la política. Una lucha de aparatos cuyos secretos rara vez se develan.
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