lunes, 7 de diciembre de 2009

La manera peronista de resolver problemas

Clientelismo político

La dinámica política de las últimas semanas, particularmente con el lanzamiento del Plan Universal de Asignaciones por hijo, dio nuevo impulso al debate en torno a las prácticas clientelares, a las cuales el conjunto de la población suele interpretarlas como unas padecidas exclusivamente por los sectores más empobrecidos de la sociedad, a pesar de que, si bien el voto puede cambiarse a cambio del bolsón, también puede hacérselo por la vivienda o el pase a planta permanente en la administración pública.
Por José González Romano



“¿Sabés lo que tenés que hacer vos? Meterte en el partido justicialista, aunque a mí el peronismo nunca me gustó, pero es así, es la única forma de conseguir algo”. El consejo provino de una tía preocupada por el futuro de su sobrino. Y lo que la anécdota revela es que el justicialismo es la fuerza política a la que más se identifica con la práctica clientelar. Una interpretación que puede explicarse por el hecho de que, salvo por la gestión renovadora 1991-1995, ha sido siempre el partido que ha gobernado la provincia desde 1983. En ese sentido, hablar de clientelismo político en nuestra provincia, es hablar de una “manera peronista” de resolver problemas, lo cual supone preguntarse: ¿cómo un estomago puede ser saciado, un dolor curado; cómo conseguir un conchabo y una identidad política revelada y transformada? Sin embargo, convendría no confundirse. Suponer que el clientelismo es sólo o mayoritariamente peronista es un error, ya que una aproximación a los municipios radicales o renovadores evidenciaría que las prácticas empleadas suelen ser las mismas.
Otro grosero error consiste en creer que los sectores medios son inmunes a estas prácticas de dependencia política. Un error cuya matriz parte de una caracterización también errónea: que tales sectores poseen comportamientos político-electorales “racionales”, a diferencia de los pobres, que lo harían “irracionalmente”. Después de todo, en el “Reino de la Necesidad” esta es la única y la mejor operadora política: "el temor a la pérdida de status" es tan acuciante como el hambre. Un claro ejemplo de esto se puede encontrar en las miles de personas que trabajan en la administración pública bajo el régimen “Artículo 30”, que viven en Barrio Santa Ana o el macrocentro, y cuyos hijos acuden a colegios privados, y votan y hacen votar por el partido gobernante, aunque no sea de su agrado ni de su preferencia, por el temor, o la gratitud, -o ambas a la vez- de no perder el empleo. Un temor acompañado, a su vez, de la esperanza de conseguir mejores condiciones de trabajo, o la posibilidad de hacer ingresar a algún pariente a la estructura del Estado. En ese marco, no es nada extraño escuchar a profesionales recién egresados de la universidad pedir el voto por el candidato oficial, “porque si gana nos dijeron que pasamos a planta (permanente) los que estamos como pasantes.”

La manera peronista de resolver problemas

Las nuevas organizaciones territoriales, (Barrios de Pie, CCC, etc.), a través de nuevas formas de acción colectivas, hacen confluir las apelaciones a la dignidad con un incipiente sentimiento de pertenencia político-comunitario. A partir de allí, aun el “clientelismo afectivo”, entendido por Svampa como “una relación que expresa la convergencia aleatoria entre la dimensión utilitaria de la política, generalmente reforzada por la omnipresencia de demandas dirigidas hacia las instituciones políticas, y la dimensión afectiva, manifiesta a través de diferentes modalidades de identificación con los líderes”, se transforma y encuentra obstáculos, atrapado en una dinámica recursiva que muestra la convivencia entre un sistema clientelar múltiple, y un fuerte discurso anti-clientelar, que denuncia la manipulación política.
Para abordar esta problemática no se puede prescindir del análisis de la historia reciente y de cómo se empiezan a gestar las incipientes formas de organización de los desocupados en los barrios. A fines del año 2001, en la ciudad de Salta la realidad socioeconómica en los sectores populares era muy asfixiante y el hambre golpeaba en la mayoría de los hogares con niños pequeños. La desocupación y la subocupación eran alarmantes y la merma evidenciada en la prestación de salud y educación pública era muy notoria. Asimismo, este cuadro general se reforzaba con una enorme sensación de desesperanza, apatía, frustración, retraimiento, lo que se traducía principalmente en la pasividad. Es decir, la situación de angustia no se transformaba en acción colectiva que la resolviera, entre otras cosas porque la gente no estaba acostumbrada a resolver en red o en forma conjunta sus problemas, sino más bien a recurrir a algún intermediario (puntero político) para que gestione ayuda alimentaria o un subsidio económico (la “manera peronista” de resolver problemas), a cambio de reciprocidades políticas que el puntero disponía (elecciones y/o actos proselitistas). Práctica esta enormemente extendida pero, sin embargo, también en crisis ante la sensación colectiva de las barriadas de la corrupción del intermediario (puntero) “que no distribuía la mercadería y se la quedaba toda él”, o la discrecionalidad del puntero mismo para distribuir planes sociales, mercaderías, materiales de construcción, etc., algo que terminaba convirtiendo al barrio en una especie de “feudo” del señor territorial, es decir, del “puntero del barrio”.

Movimientos sociales y disputa territorial

Esto es precisamente lo que diferencia a los movimientos de desocupados de la red asistencialista del partido justicialista. Los nuevos movimientos sociales nacen enfrentados a esta estructura, justamente al promover el desarrollo personal –recuperar la dignidad perdida, la autoestima- y el desarrollo social, en oposición al asistencialismo, o la asistencia social que, tal como su nombre lo indica, asiste a quien esté necesitando una ayuda. Un tipo de ayuda focalizada que, como las nuevas organizaciones sociales advertían, no resolvía los problemas de fondo, sino que sólo menguaba sus efectos, inmovilizando a personas que quedaban presas de una ayuda “desde arriba”.
Los movimientos de desocupados declamaron, desde entonces, que la solución debía venir “desde abajo”. Manejan planes sociales -hace unos años habrían llegado a manejar 200.000 de los 2 millones existentes en el país-, pero la gestión de los mismos debilita e irrita al clientelismo tradicional. Al ser movimientos que se van conformando y configurando en la práctica, en “la lucha” por conseguir recursos para sus miembros y para la red de solidaridad que desarrollan en los barrios donde están asentados (comedores, artesanías, proyectos de manualidades, panaderías y huertas comunitarias, etc.), los llevó a tomar la postura de que lo que se consigue mediante la lucha es para quien haya luchado y participado, y de que “para que otros también puedan obtener algunos recursos, los que hayan obtenido su subsidio por la lucha del movimiento tienen que ser solidarios y acompañar la lucha por nuevos recursos para que otros compañeros puedan obtenerlos” (testimonio de militantes sociales). Fueron creando así las bases de una cultura política alternativa. Así aparecen ejemplos de un germen de construcción política alternativa, que no necesariamente debe incorporar el hábitus clientelar a sus prácticas, ni resignificarlo.
Con respecto a esto último, siempre se comentó que hay miembros que entienden este planteo y acompañan las gestiones y movilizaciones para que otros se beneficien, pero también hay muchos otros que tienen que ser “solidarios a la fuerza”, por la presión del resto de los integrantes del movimiento, a quienes les parece injusto que el esfuerzo que ellos hacen no sea parejo, y haya “vivos que no laburen y cobren el plan de arriba”. Esta forma de lucha colectiva permite conseguir respuestas –muchas de ellas parciales, pero respuestas que ayudan en la economía familiar- a muchos de los problemas que se viven en el territorio.
Los miembros de los movimientos sociales que vienen de una tradición política en otros frentes de militancia totalmente distintos de la acción territorial (pensemos en el ámbito universitario), están en una situación dilemática. Aceptan esta parte con muchas contradicciones: por un lado, porque sienten que están haciendo lo que siempre se criticó de las prácticas clientelares de la “vieja política”, pero a la vez, en la práctica política territorial, asumen la imposibilidad de construcción política en forma masiva sin la utilización de ciertas prácticas que, se sabe, no son las ideales. Llegan a darse cuenta de que la realidad es muy diferente de lo que se lee en los libros, y de lo que allí se plantea. Existe entre esos miembros una conciencia de que “no tenemos un pueblo consciente, un pueblo ideal”, algo que se evidencia al tratar de organizar en forma masiva a sectores de la sociedad castigados durante años por la marginación, el olvido, la pobreza, la discriminación, el miedo (inculcado por la última dictadura) a participar. “Además, mucha gente del barrio ha naturalizado el clientelismo y la política asistencial como la única forma posible de obtener beneficios” (testimonios de militantes de Barrios de Pie). Un militante de una organización social relata que en las últimas elecciones recorría su barrio solicitando el voto de los vecinos. Declara que respuestas del tipo “Mmm, ¿y qué están dando?”, no eran nada extrañas. “Nada, si usted sabe que somos un partido humilde”, respondía el militante, que recibía por respuesta un relajado “No sé, porque los de Guaymás me van a dar un bolsón y diez pesos.”
Lo expuesto sobre la lógica de la organizaciones sociales, cómo plantean su trabajo territorial, las condiciones objetivas de construcción política, y cómo se incorporan nuevos miembros, lleva también a ver, a contramano de la visión del discurso mediático, que busca generar la idea de amplios sectores pobres que no tienen ni voluntad ni posibilidad de tomar decisiones, debería llevarnos a una reflexión acerca de cómo las clases populares y algunas organizaciones son capaces de tomar una herramienta utilizada para su dominación, como el clientelismo, y enfocarla desde una posición que les permita adaptarla a sus intereses. De esta manera, se hace evidente una negociación de los sentidos en juego, donde las clases subalternas conservan una cierta, aunque limitada, capacidad de acción e interpretación. Aunque también hay que tener en cuenta, como señalan algunos académicos, entre ellos Torres, los estrechos márgenes de sobrevivencia de muchos sectores pobres, que los obligan a aceptar las reglas del juego clientelar, ya que, básicamente, las opciones son solucionar deficientemente sus problemas en el marco de la red clientelar o, simplemente, no solucionarlos.


Un poco de historia

El origen histórico del concepto deviene de la clientela romana, la cual designaba un conjunto de relaciones de poder y dependencia política y económica que se establecía entre individuos de status desiguales, basada en el intercambio de favores. Estas relaciones implicaban la presencia de individuos de rango elevado, el patronus, propietario de la tierra y con influencia sobre las políticas centrales que ofrecían tierras y protección a uno o varios clientes, a cambio de su sumisión y obediencia. Para Javier Auyero[1] al clientelismo hay que verlo y analizarlo como una práctica política basada en el intercambio de favores que se da entre “clientes” (ciudadanos), “mediadores” (punteros o brokers) y “patrones políticos” (funcionarios y/o candidatos). Explica el autor cómo estos actores mantienen relaciones constantes en la vida diaria que dan lugar a un conjunto de creencias y hábitos. En estos intercambios cotidianos, que se producen en las redes clientelares, se genera un conjunto de percepciones que justifica la distribución personalizada de bienes y servicios y, de este modo, terminan legitimando esas prácticas.

1 Auyero, Javier (2004) Clientelismo político. Las caras ocultas. Capital intelectual, Buenos Aires.

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