Por Daniel Avalos
Virgilio Choque, el burócrata, el que renuncia a la acción para abrazar la inercia sindical en complicidad con los poderes de turno, ha ganado las elecciones del gremio docente. No es la primera vez que lo hace, pero esta vez fue diferente. Y lo fue porque, por primera vez, podría haber perdido. El proceso electoral –la Justicia le había ordenado habilitar a una lista cuyos referentes lideraron las históricas huelgas docentes de los últimos años – y los resultados lo confirman. La suma de las dos listas opositoras, al parecer, que surgieron de esas históricas luchas superó el porcentaje de la lista oficial. Las causas de la derrota, entonces, tendrían que buscarse también, y en gran medida, en la conducta de aquellos actores que el pensamiento transformador deseaba que ganen. Eso no sólo no ocurrió, sino que también esos actores parecieron protagonizar un simulacro de tragedia griega, en donde los protagonistas que despertaban simpatía parecían condenados a hacer lo que no debían hacer para que la obra tuviera otro final. El problema, sin embargo, es que los derrotados no estaban condenados a hacer lo que hicieron, confirmando así que los hombres y las mujeres son libres hasta para dirigirse a su propia perdición.
Alguno de los derrotados debió haber cedido para asegurar el triunfo. En el sentir de muchos docentes, ese alguien debía ser el Partido Obrero. Algo de razón tienen. Tribuna Docente, rama sindical de ese partido, era la fuerza cuyo programa movilizaba menos a la docencia y era, también, la que contaba con una fuerza cuantitativamente menor para desplegar las acciones necesarias para cumplir el objetivo de recuperar el gremio. No fue lo único. Esa fuerza era, paradójicamente, la que mayor capacidad de daño poseía para abortar ese objetivo si no se llegaba a un acuerdo que impidiera concurrir a las elecciones separadas. No se trataba de una cuestión legal ni formal. Se trataba de un razonamiento político. Tal razonamiento no apareció y la obstinación concretada retrasó el proceso que, tanto ellos como la Lista Naranja de Víctor Gamboa, consideraban importante: desplazar a Choque de la conducción del gremio.
Tribuna Docente expresó sus razones. Las mismas dejaron al descubierto concepciones, por lo menos, infrapolíticas. Es más, la obstinación continuó después de terminados los comicios, cuando explicaron la derrota apelando a cuestiones morales y recurriendo al concepto de traición. El razonamiento había comenzado antes. Como previendo los resultados, un volante de la Lista Rosa-Roja anterior al domingo 6 de diciembre explicaba que “la Lista Naranja de Gamboa ya demostró (cursivas en el original) que, llegando al Poder de la Junta de Clasificaciones, en lugar de representarnos actúa como un órgano de simples funcionarios del ministro y como cómplices de toda clase de atropellos a la carrera docente”. El volante seguía con las acusaciones, denunciando que la lista de Gamboa había rechazado un acuerdo de lista única, “…lo que demuestra que no les interesa los intereses generales de la docencia sino los propios”. Vieja práctica trostkista, ver traidores en todos lados. Podrían haber razonado otra cosa: que los potenciales aliados para derrotar a Choque eran contradictorios, moderados, tibios, etc., pero no. Concluyeron que eran traidores que, abrazados a sus propios intereses, conciliaban estos a los intereses de los “explotadores” y que, por ello mismo, los gamboas habían abandonado la lucha. Una lucha, entonces, que se ha perdido, dicen, no por errores de Tribuna Docente, ni siquiera por las maniobras de Virgilio Choque, sino por la lista de Gamboa que, como Tribuna Docente, se arrojó a heroicas huelgas en donde no faltó la represión laboral y física. El trostkismo es así. No sólo padece de una crónica incapacidad para identificar a los adversarios principales, consumen también enormes energías en la tarea de “desenmascarar” a los infiltrados del campo popular, a aquellos que, disfrazados de populares, introducen en los sectores obreros la “ideología dominante”, contaminando la atmósfera revolucionaria químicamente pura de la izquierda “en serio”.
Y ahora la situación se invierte. El docente frustrado ante la derrota sugiere un acuerdo entre la tropa de Claudio del Plá y Choque, funcional a los objetivos electorales de éste último. Es comprensible, pero conviene no creerlo. Las conductas funcionales del Partido Obrero al establishment no responden a la moral distorsionada de sus militantes. Son sus concepciones ideológicas y políticas las que explican sus prácticas desgraciadas. Es el problema del trotskismo en muchos lados, y es lo lógico cuando los actores se refugian más en los textos clásicos del marxismo y en principios cuasi-religiosos que en la realidad concreta en donde se mueven. Convengamos: el error aporta a sus dirigentes un toque de distinción intelectual, pero casi siempre constituye el camino más seguro a la derrota. El Partido Obrero quería una lista de unidad, sí, pero a cambio de que los que la conformaran se subordinaran a reivindicaciones que trascendían el objetivo urgente de desplazar a Choque. No querían el programa de mínima posible en las actuales circunstancias, sino el programa de máxima imposible y que, además, abortaba la unidad y/o la lista única que habría garantizado la derrota del burócrata. Una digresión teórica se impone. Es para referirse a Lenin que, sabemos, es un clásico del marxismo y que ha dirigido una revolución. El pensador calificaba a grupos como estos como ultraizquierdistas. Lo hizo en un texto titulado “El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo”. El “izquierdista” era aquel que pretendía y, suponemos, creía, que la posibilidad de instalar el programa de máxima era siempre inmediata en nombre del rigor teórico y la pureza de principios. Lo elegante, así, tiene un costo. El costo de acabar con la práctica política, que es un arte más sutil, que requiere avances y retrocesos, cambios de marcha, frenos, aceleramientos, aliados transitorios, otros permanentes, etc., a fin de ir orientando la historia hacia objetivos estratégicos. La dirección de un gremio puede ser, efectivamente, importante y estratégica. El Partido Obrero piensa lo mismo, pero si lo ocupan ellos. Son los riesgos de ser trostkista y ver en la historia casi siempre una “situación revolucionaria” (crisis de la economía capitalista + ascenso de las luchas obreras + crisis de las direcciones burocráticas – dirección revolucionaria), que ellos anhelan convertir en una “crisis revolucionaria”, a la que se llega cuando una dirección política conduce esa situación hacia una salida igualmente revolucionaria.
Así las cosas, la gran estrategia revolucionaria de un grupo frustró lo posible por un imposible que, a decir verdad, no sabemos bien en qué consistía. Optó por la derrota heroica, que fue ridícula, en vez de la victoria parcial que permitiera diseñar para adelante las acciones en mejores condiciones. Virgilio Choque, el burócrata, el que cree, como lo decía John William Cooke, que el mundo puede cambiar infinitamente sin que eso signifique que él debería abandonar el lugar que ocupa en el mismo, ha triunfado. Lo hizo sin teoría, porque el burócrata subordina todo al pragmatismo puro. Su estrategia fue clara: evitar que la docencia concurra masivamente al acto eleccionario y dividir a la oposición abriendo la participación a Tribuna Docente, convencido de que esta haría lo que hizo. Choque, en definitiva, hizo lo que debía hacer un burócrata que se precie de tal: ocuparse de que las buenas razones del progresismo y la izquierda sean incapaces de traducirse en fuerza y voluntad organizada para lograr los objetivos.
Tiene sentido. El burócrata carece de otra certeza, que anida en el progresismo y cierta izquierda. La certeza de que la Historia avanza, inexorablemente, hacia un futuro mejor. El volante del Partido Obrero lo vuelve a evidenciar. Antes de indicar, al final del mismo, el número de lista y los contactos telefónicos, reza “Nada ni nadie podrá impedir que los docentes levantemos la cabeza”. Reparemos en el detalle. El slogan arengoso trostkista es igual al utilizado por Urtubey, autoproclamado progresista, en la campaña electoral de 2007 y que hoy retumba en todas las radios de la provincia: “Nada ni nadie podrá detener este cambio”. Evitemos los rumores, detengámonos en lo que venimos analizando: ese slogan encierra la certeza de la que venimos hablando. En realidad, encierra dos certezas. Una de ellas, lo dijimos, es que la Historia avanza hacia un horizonte posible y mejor. La otra, relacionada con la primera, desnuda la convicción de que el progresista y el revolucionario, siempre autoproclamados incondicionales practicantes de la Razón para encontrar el sentido y hasta las leyes que determinan la evolución de esa Historia, nos dicen que el triunfo de lo mejor es inevitable y que los actores que lo garantizan son los que practican esas creencias, es decir ellos mismos. Convengamos: no es lo mismo ser progresista que revolucionario. El progresista apuesta al cambio gradual, cree que con cambiar una parte del todo alcanza. El revolucionario no. No quiere cambiar una “parte” del todo, sino el “todo”, identificado como enteramente perverso. Para el revolucionario, el progresista que apuesta a un cambio gradual es un tibio o, peor aún, alguien que esconde inconfesables motivos ocultos, casi siempre relacionados con intereses prácticos individuales.
La certeza que anidan, sin embargo, es la misma: el triunfo está garantizado. Seamos justos: tal certeza proviene de los mejores pensadores del marxismo. Carlos Marx, por ejemplo, en el Manifiesto Comunista declaraba, refiriéndose al destino de la burguesía: “Su hundimiento y la victoria del proletariado son igualmente inevitables”. Jean Paul Sartre hizo lo mismo en el prólogo de un libro famoso (Los condenados de la tierra, del argelino Frantz Fanon): “La descolonización está en camino, lo único que pueden intentar nuestros mercenarios es retrasar la realización”. La izquierda y el progresismo ya deberían haber aprendido la lección. La Historia no avanza en la dirección única de sus deseos. No hay camino predeterminado; si así fuera, los hombres y mujeres no serían libres. Los Choques no sólo pueden retrasar los procesos de cambio, pueden también impedirlos. Lo grave, en todo caso, es que las fuerzas de izquierda también, cuando actúan con márgenes de error tan elevados que posibilitan congelar la historia en la modalidad de la dominación. Lo hacen cuando parecen conformarse con tener la razón, cuando se conforman con pegar el grito testimonial, y prescinden de los análisis serios en torno a las relaciones de fuerzas reales que existen entre los campos sociales en disputa, o prescinden de razonamientos estratégicos terrenales. Son muchos. Trascienden a los miembros de fuerzas políticas y sindicales organizadas. Pero el comportamiento es siempre el mismo: exaltan exclusivamente las posturas de resistencia y el valor de las movilizaciones de base, en desmedro de los razonamientos políticos, convirtiendo al vicio en virtud. El vicio de no valorizar, de una buena vez, a la política.
Alguno de los derrotados debió haber cedido para asegurar el triunfo. En el sentir de muchos docentes, ese alguien debía ser el Partido Obrero. Algo de razón tienen. Tribuna Docente, rama sindical de ese partido, era la fuerza cuyo programa movilizaba menos a la docencia y era, también, la que contaba con una fuerza cuantitativamente menor para desplegar las acciones necesarias para cumplir el objetivo de recuperar el gremio. No fue lo único. Esa fuerza era, paradójicamente, la que mayor capacidad de daño poseía para abortar ese objetivo si no se llegaba a un acuerdo que impidiera concurrir a las elecciones separadas. No se trataba de una cuestión legal ni formal. Se trataba de un razonamiento político. Tal razonamiento no apareció y la obstinación concretada retrasó el proceso que, tanto ellos como la Lista Naranja de Víctor Gamboa, consideraban importante: desplazar a Choque de la conducción del gremio.
Tribuna Docente expresó sus razones. Las mismas dejaron al descubierto concepciones, por lo menos, infrapolíticas. Es más, la obstinación continuó después de terminados los comicios, cuando explicaron la derrota apelando a cuestiones morales y recurriendo al concepto de traición. El razonamiento había comenzado antes. Como previendo los resultados, un volante de la Lista Rosa-Roja anterior al domingo 6 de diciembre explicaba que “la Lista Naranja de Gamboa ya demostró (cursivas en el original) que, llegando al Poder de la Junta de Clasificaciones, en lugar de representarnos actúa como un órgano de simples funcionarios del ministro y como cómplices de toda clase de atropellos a la carrera docente”. El volante seguía con las acusaciones, denunciando que la lista de Gamboa había rechazado un acuerdo de lista única, “…lo que demuestra que no les interesa los intereses generales de la docencia sino los propios”. Vieja práctica trostkista, ver traidores en todos lados. Podrían haber razonado otra cosa: que los potenciales aliados para derrotar a Choque eran contradictorios, moderados, tibios, etc., pero no. Concluyeron que eran traidores que, abrazados a sus propios intereses, conciliaban estos a los intereses de los “explotadores” y que, por ello mismo, los gamboas habían abandonado la lucha. Una lucha, entonces, que se ha perdido, dicen, no por errores de Tribuna Docente, ni siquiera por las maniobras de Virgilio Choque, sino por la lista de Gamboa que, como Tribuna Docente, se arrojó a heroicas huelgas en donde no faltó la represión laboral y física. El trostkismo es así. No sólo padece de una crónica incapacidad para identificar a los adversarios principales, consumen también enormes energías en la tarea de “desenmascarar” a los infiltrados del campo popular, a aquellos que, disfrazados de populares, introducen en los sectores obreros la “ideología dominante”, contaminando la atmósfera revolucionaria químicamente pura de la izquierda “en serio”.
Y ahora la situación se invierte. El docente frustrado ante la derrota sugiere un acuerdo entre la tropa de Claudio del Plá y Choque, funcional a los objetivos electorales de éste último. Es comprensible, pero conviene no creerlo. Las conductas funcionales del Partido Obrero al establishment no responden a la moral distorsionada de sus militantes. Son sus concepciones ideológicas y políticas las que explican sus prácticas desgraciadas. Es el problema del trotskismo en muchos lados, y es lo lógico cuando los actores se refugian más en los textos clásicos del marxismo y en principios cuasi-religiosos que en la realidad concreta en donde se mueven. Convengamos: el error aporta a sus dirigentes un toque de distinción intelectual, pero casi siempre constituye el camino más seguro a la derrota. El Partido Obrero quería una lista de unidad, sí, pero a cambio de que los que la conformaran se subordinaran a reivindicaciones que trascendían el objetivo urgente de desplazar a Choque. No querían el programa de mínima posible en las actuales circunstancias, sino el programa de máxima imposible y que, además, abortaba la unidad y/o la lista única que habría garantizado la derrota del burócrata. Una digresión teórica se impone. Es para referirse a Lenin que, sabemos, es un clásico del marxismo y que ha dirigido una revolución. El pensador calificaba a grupos como estos como ultraizquierdistas. Lo hizo en un texto titulado “El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo”. El “izquierdista” era aquel que pretendía y, suponemos, creía, que la posibilidad de instalar el programa de máxima era siempre inmediata en nombre del rigor teórico y la pureza de principios. Lo elegante, así, tiene un costo. El costo de acabar con la práctica política, que es un arte más sutil, que requiere avances y retrocesos, cambios de marcha, frenos, aceleramientos, aliados transitorios, otros permanentes, etc., a fin de ir orientando la historia hacia objetivos estratégicos. La dirección de un gremio puede ser, efectivamente, importante y estratégica. El Partido Obrero piensa lo mismo, pero si lo ocupan ellos. Son los riesgos de ser trostkista y ver en la historia casi siempre una “situación revolucionaria” (crisis de la economía capitalista + ascenso de las luchas obreras + crisis de las direcciones burocráticas – dirección revolucionaria), que ellos anhelan convertir en una “crisis revolucionaria”, a la que se llega cuando una dirección política conduce esa situación hacia una salida igualmente revolucionaria.
Así las cosas, la gran estrategia revolucionaria de un grupo frustró lo posible por un imposible que, a decir verdad, no sabemos bien en qué consistía. Optó por la derrota heroica, que fue ridícula, en vez de la victoria parcial que permitiera diseñar para adelante las acciones en mejores condiciones. Virgilio Choque, el burócrata, el que cree, como lo decía John William Cooke, que el mundo puede cambiar infinitamente sin que eso signifique que él debería abandonar el lugar que ocupa en el mismo, ha triunfado. Lo hizo sin teoría, porque el burócrata subordina todo al pragmatismo puro. Su estrategia fue clara: evitar que la docencia concurra masivamente al acto eleccionario y dividir a la oposición abriendo la participación a Tribuna Docente, convencido de que esta haría lo que hizo. Choque, en definitiva, hizo lo que debía hacer un burócrata que se precie de tal: ocuparse de que las buenas razones del progresismo y la izquierda sean incapaces de traducirse en fuerza y voluntad organizada para lograr los objetivos.
Tiene sentido. El burócrata carece de otra certeza, que anida en el progresismo y cierta izquierda. La certeza de que la Historia avanza, inexorablemente, hacia un futuro mejor. El volante del Partido Obrero lo vuelve a evidenciar. Antes de indicar, al final del mismo, el número de lista y los contactos telefónicos, reza “Nada ni nadie podrá impedir que los docentes levantemos la cabeza”. Reparemos en el detalle. El slogan arengoso trostkista es igual al utilizado por Urtubey, autoproclamado progresista, en la campaña electoral de 2007 y que hoy retumba en todas las radios de la provincia: “Nada ni nadie podrá detener este cambio”. Evitemos los rumores, detengámonos en lo que venimos analizando: ese slogan encierra la certeza de la que venimos hablando. En realidad, encierra dos certezas. Una de ellas, lo dijimos, es que la Historia avanza hacia un horizonte posible y mejor. La otra, relacionada con la primera, desnuda la convicción de que el progresista y el revolucionario, siempre autoproclamados incondicionales practicantes de la Razón para encontrar el sentido y hasta las leyes que determinan la evolución de esa Historia, nos dicen que el triunfo de lo mejor es inevitable y que los actores que lo garantizan son los que practican esas creencias, es decir ellos mismos. Convengamos: no es lo mismo ser progresista que revolucionario. El progresista apuesta al cambio gradual, cree que con cambiar una parte del todo alcanza. El revolucionario no. No quiere cambiar una “parte” del todo, sino el “todo”, identificado como enteramente perverso. Para el revolucionario, el progresista que apuesta a un cambio gradual es un tibio o, peor aún, alguien que esconde inconfesables motivos ocultos, casi siempre relacionados con intereses prácticos individuales.
La certeza que anidan, sin embargo, es la misma: el triunfo está garantizado. Seamos justos: tal certeza proviene de los mejores pensadores del marxismo. Carlos Marx, por ejemplo, en el Manifiesto Comunista declaraba, refiriéndose al destino de la burguesía: “Su hundimiento y la victoria del proletariado son igualmente inevitables”. Jean Paul Sartre hizo lo mismo en el prólogo de un libro famoso (Los condenados de la tierra, del argelino Frantz Fanon): “La descolonización está en camino, lo único que pueden intentar nuestros mercenarios es retrasar la realización”. La izquierda y el progresismo ya deberían haber aprendido la lección. La Historia no avanza en la dirección única de sus deseos. No hay camino predeterminado; si así fuera, los hombres y mujeres no serían libres. Los Choques no sólo pueden retrasar los procesos de cambio, pueden también impedirlos. Lo grave, en todo caso, es que las fuerzas de izquierda también, cuando actúan con márgenes de error tan elevados que posibilitan congelar la historia en la modalidad de la dominación. Lo hacen cuando parecen conformarse con tener la razón, cuando se conforman con pegar el grito testimonial, y prescinden de los análisis serios en torno a las relaciones de fuerzas reales que existen entre los campos sociales en disputa, o prescinden de razonamientos estratégicos terrenales. Son muchos. Trascienden a los miembros de fuerzas políticas y sindicales organizadas. Pero el comportamiento es siempre el mismo: exaltan exclusivamente las posturas de resistencia y el valor de las movilizaciones de base, en desmedro de los razonamientos políticos, convirtiendo al vicio en virtud. El vicio de no valorizar, de una buena vez, a la política.
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