lunes, 7 de diciembre de 2009

Como campo al dedo

TRABAJO INFANTIL



La naturalización del trabajo infantil como producto de un proceso histórico estructural no convierte la situación de los chicos que encañan tabaco o despalillan ají en una menos grave. Casi sin actividades de recreación y educativas extraescolares, y con el hambre acechando la mesa familiar, los niños de La Viña trabajan en un mercado que tiende a expulsar a sus propios padres y condenarlos a un círculo de exclusión del que les resulta casi imposible salir.



Por Julieta Lucero




Agustín es el mayor de siete hermanos y no tiene mucho tiempo para jugar. Ayuda al papá en el tabaco, despalilla ají, le trabaja un potrero con cebolla a la abuela, va a levantar anís con amigos, cuida a los animales del vecino y, además, va a la escuela.

“Como no alcanza para comer, con lo que me pagan voy y le digo a mi mamá que mande a mi hermanito al almacén y compre lo que falta para cocinar”, dice, afianzado con una mano a la reja de entrada de la casa. Con su cuerpo inclinado hacia delante y una pierna que cruza a la otra por atrás, Agustín parece un hombre. Seguro, directo y sin temor a sostener la mirada, mide 1,40 y tiene 11 años.

Así como él, cientos de niños trabajan en La Viña, localidad distante a unos 110 kilómetros al sur de Salta Capital. Padres que los mandan al rastrojo para poder vestirlos; algunos que van por diversión, en un lugar donde no hay demasiadas actividades extraescolares para hacer; otros que juntan dinero para el carnaval del pueblo, que ahora cobra entrada; o que terminan encañando tabaco por acompañar a la mamá, ante la imposibilidad de dejarlos en la casa por no tener alguien que los cuide. Son muchas las razones, son muchas las consecuencias y es una la causa: la exclusión social.

En otras palabras

Según la Asociación Civil Conciencia, el trabajo infantil “es aquella actividad económica y/o estrategia de supervivencia, remunerada o no, realizada por menores por debajo de la edad mínima de admisión al empleo, que puede ser peligrosa para el niño, entorpecer su educación o ser nociva para su salud o desarrollo físico, mental, espiritual, moral o social.” La definición adopta los límites que plantea el artículo 32, inciso primero, de la Convención de los Derechos del Niño, ratificada en la Argentina en 1990 e incorporada en el ‘94 por la nueva Constitución.
En otras palabras, es Agustín despalillando ají para que sus hermanitos no pasen hambre y para que la abuela coma, pero también es Daniel, de 10 años, que va a la misma escuela y que acompaña a descolar cebolla a la mamá todos los sábados.
“Voy los fines de semana, porque después de clase tengo que ayudar en la casa”, dice Daniel, que confiesa que aun así faltó varias veces para ir al potrero. El también es el varón mayor pero, a diferencia de su compañero, tiene cuatro hermanas mujeres más grandes. La madre es el único adulto en la casa, por lo que él, como el hombre de la familia, sale a trabajar afuera, pero le corresponden también tareas hogareñas. “Me toca ir a comprar, limpiar, pero lo que más me cansa es chiki, chiki, chiki, lavar la ropa”, se queja, mientras con las manos hace como que frota la tela enjabonada.
La naturalización de este tipo de actividad en áreas rurales es producto de un proceso histórico. Más allá de la relación particular del esclavo de la Antigüedad con su dueño, del siervo de gleba de la Edad Media con el suelo o del campesino del siglo XXI con el patrón, la participación del grupo familiar fue siempre una de las claves del desarrollo productivo agrícola-ganadero.
En relación a la estructura económica tabacalera, que comparte la mayoría de las localidades del Valle de Lerma, entre ellas La Viña, el bienestar de muchos de los trabajadores depende del dinero que puedan ganar durante la primavera y el verano, en la época de la cosecha. Al sumar la mayor cantidad de miembros de la familia para obtener una mejor ganancia y, por ejemplo, “comprar los útiles y las zapatillas para la escuela”, como explicaron muchas mamás, el riesgo de trabajo infantil crece, incluso por razones tan básicas como la falta de un lugar donde dejar al niño mientras el adulto trabaja.

“Natural”

El que dijo que la Mesa de Enlace representa al campo, que “el campo somos todos” y que al que madrugada Dios lo ayuda, pues que comience a replantearse su oficio de creativo publicitario, porque no le está pegando. No es lo mismo un pequeño productor que un gran terrateniente, un propietario que un arrendatario, un criador que un invernador, un tabacalero que un tambero, un patrón que un peón. Y no es lo mismo un adulto que un niño, por más naturalizada que esté la actividad.
La mayoría de los abuelos y los padres de los chicos trabajadores también empezaron a encañar de pequeños. Muchos lo ven como el único paliativo a la pobreza; otros, como costumbre familiar. “Empecé a los seis años. Me acuerdo que nos despertábamos antes de que amanezca. Tomábamos el té y, cuando se escuchaban los bocinazos, salíamos a la calle. Era el camión del patrón que iba hasta el fondo del pueblo, avisando que ya nos íbamos. De vuelta, nos levantaba. Eramos muchas las familias alineadas en el jardín de cada casa esperando para subir”, recuerda una mamá de Chicoana, otro pueblo tabacalero del valle.
Es que es relativamente reciente el considerar a niños y jóvenes como sujetos de derecho, por lo que el trabajo infantil como problemática no data de muchos años atrás. Tanto es así que, según confirmó en junio de este año el ministro de Trabajo de la Nación, Carlos Tomada, su prevención “aún no cuenta con una partida dentro del presupuesto nacional, porque nadie lo veía como algo a resolver. Para arribar a la asignación de un lugar y un espacio en un presupuesto, tiene que haber un proceso de concientización lo suficientemente importante como para que sea percibido por todos como una problemática”, explicó el funcionario a la agencia de noticias Periodismo Social.
El tinte patriarcal que tienen las relaciones de trabajo en el norte de la Argentina torna aún más difícil una salida al problema. “Hace seis meses que el patrón no nos paga. Al resto de mis compañeros sí, pero para mí que a nosotros nos vio la cara”, dice una mamá de siete hijos que vive sobre la ruta nacional 68. “Cuando lo veo, corro a reclamarle, pero se me ríe en la cara y sigue de largo”, explicó la mujer, que ya hizo la exposición ante la comisaría del pueblo. Otros, como en el caso de una familia que vive en la finca en la que trabaja, en una casa de adobe, de piso de tierra y con un único grifo de agua afuera, cuentan que muchas veces no cobran porque “el señor dice que lo que hago es para pagar la luz que gastamos”, confiesa una madre y agacha la cabeza.

Cuestión estructural

Si no tienen la suerte de ser empleados municipales –suerte por estabilidad, no por el monto del salario-, la mayoría de los jefes de familia de La Viña son peones rurales que se encuentran en negro o tienen contrato temporario en alguna finca. La forma de vida que llevan es parecida a la de los pequeños productores que arriendan algunas hectáreas, y el riesgo de trabajo infantil para los chicos, también.
Las mujeres, en su mayoría, cuidan a los hijos, que por lo general son muchos y los tienen a corta edad. Conviven varias generaciones en pocas habitaciones y menos camas. Las posibilidades que hay de que los niños practiquen deportes o de que vayan a algún taller de arte son bajas por la falta de oferta, pero también por la división del trabajo al interior del hogar. A las nenas les toca cuidar a sus hermanos menores y a los nenes, acompañar al papá al rastrojo.
Además, durante las vacaciones, van con la madre, que tiene la posibilidad de sumarse al tabaco deflorando, encañando o desencañando. Según los padres, la mayoría de los finqueros no aceptan chicos en sus tierras. Si bien hay conciencia de que no está permitido que los niños trabajen -los grandes tienden a ocultarlo-, los más chicos no tienen problemas en contar lo que hacen. Sin más, confiesan que sí van y que les pagan por realizar tareas rurales.

Futuro

Qué necesita un niño para vivir es una pregunta fácil para contestar, pero representa una expectativa difícil de cumplir. Agustín y Daniel necesitan salud, el cuidado de la familia y, por sobre todo, “alimentarse”, según sus propias palabras. Para los padres, lo que necesitan es contención familiar, algo que, en la medida de sus posibilidades, tratan de cumplir.
Pero esos derechos, además de lo que puedan hacer los adultos por ellos, deben ser garantizados por el Estado. Muchos hablan de la falta de oportunidades para que sus hijos no trabajen en el campo de tan chicos, al rayo del sol o expuestos a agrotóxicos, pero no saben cómo hacer para cambiar su realidad y optan por irse a la ciudad. Quieren escaparle al “orden natural”, que los corre kilómetro a kilómetro y que finalmente los alcanza cuando vuelven a La Viña, a seguir donde habían dejado. “Nosotros nos fuimos un tiempo, alquilamos en muchos lugares de Salta, pero nos tuvimos que volver por problemas de trabajo”, dice una mamá, que ahora planea mudarse a Río Gallegos, porque en el sur el esposo encontró empleo como seguridad en una empresa.
El perfecto círculo de exclusión, que condena a niños como Agustín a hacer “dos rayas de anís por día” y a la madre de Daniel a pedir que su hijo “no siga el mismo camino” que ella, los pone entre la espada y la pared, entre la poca oferta de actividades recreativas y la necesidad de aumentar el ingreso familiar, entre la casi nula oferta de empleos y la falta de apoyo al pequeño productor para que pueda subir los sueldos y contratar en blanco. Entre el hambre y el trabajo infantil. Todo esto justificado, claro, desde una ideología de la clase en el poder, que lo domina todo, hasta el discurso. “El que pide que los chicos no trabajen cría vagos”, dice un productor, ofuscado con un trabajador social que se acerca a hablarle. Pero también los padres lo ven como una alternativa a “la calle”, para que no “se conviertan en delincuentes y roben” o “que no caigan en el alcohol”.
Algunos sin agua, otros sin luz, la mayoría sin trabajo fijo y con pocas posibilidades de conocer otra cosa que no sea el camino a la finca ida y vuelta, le temen al fantasma de la “inseguridad” y la “vagancia”, que algunos diputados nacionales plantean superar con el servicio militar obligatorio, pero también al alcoholismo, al que recurren grandes y adolescentes para pasar el tiempo y matar las penas, que no por ser un lugar común es menos cierto.
“El fin de semana pasado se mató una chica de 23 años. Tenía cuatro hijos de distintos padres y muchos problemas para cuidarlos. Sus papás la habían abandonado de chica y vivía con los hermanos. El sábado volvió de un baile y se ahorcó. No quiero que no haya salida para mis hijos, nadie quiere eso para sus hijos. Y tampoco quiero que vayan al tabaco a enfermarse. Quiero que estudien, que vayan a computación, que hagan deportes pero, ¿cómo hago? Ojalá que se vayan del pueblo, porque acá no hay mucho más para hacer que convertirse en nosotros”, dijo una mamá a la sombra de un árbol.
Son siete cuadras de largo y siete de ancho. Así de pequeña es La Viña, así de grande el círculo de exclusión en el que les toca vivir y del que Agustín, Daniel y sus padres, por sí solos, es probable que no encuentren salida.




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