jueves, 19 de marzo de 2009

Políticas de la Memoria

Para quienes hicimos de la fecha un motivo de militancia, la tinta usada durante años no elimina la necesidad de volver a tratar el problema. No importa si la niñez de entonces no registró el horror. Tampoco que sólo los años y la Historia nos aproximaran a ese pasado macabro no vivido. Avanzados los 80 aprendimos con libros y relatos que un Golpe de Estado suponía el momento violento en que ciertas estructuras de poder conseguían la fuerza para derrocar un gobierno sin la necesidad de contar con el apoyo social. Que lo hacían en nombre de las mejores ideas, aunque siempre escondían las peores. Descubrimos que en nuestra historia la práctica fue recurrente: las Fuerzas Armadas como salvadoras de sectores dominantes incapaces de internalizar políticamente en la sociedad el proyecto de país propio. Pero también aprendimos que el Golpe del 76 implicó el surgimiento de “mecanismos nuevos” que Golpes de Estado anteriores no habían utilizado: centro clandestinos de detención y desaparición de personas. A diferencia de los nazis, los primeros no tuvieron por objeto el exterminio de personas por ser lo que eran (judíos, gitanos, homosexuales, etc.) sino por lo que pensaban. Por ello la muerte precedida de torturas que permitieran identificar otros “mal pensantes”. Por ello lo cruzados “cristianos y occidentales” que se sintieron facultados, como el inquisidor medieval, a proclamarse dueños de la vida y de la muerte de los cautivos. Un muerte negada, sin embargo, por el empleo de un poder desaparecedor. El intelectual cordobés Héctor Schmucler, padre de un militante desaparecido, escribió alguna vez rememorando a su hijo que lo único seguro en este camino que llamamos vida es la certeza de que vamos a morir. El poder desaparecedor negó esa certeza a familiares de más de 30.000 argentinos.
Para muchos de los que no vivimos el “proceso” resultó curioso que la identidad de los desaparecidos como sujeto social fuera imprecisa. Las políticas de la Memoria impulsadas por el Estado por mucho tiempo puso énfasis en lo que no se quería más: Golpes y terrorismo de Estado. El Juicio a las Juntas en 1.984, la reacción cívica ante los hechos de Semana santa en 1.987, el prestigio de los organismos de Derechos Humanos, los estudios sobre la complicidad de instituciones políticas y religiosas han evidenciado que el objetivo se ha cumplido. Pero ese énfasis necesario excluyó temas durante muchos años y la identidad colectiva de los muertos fue una de ellas. Silencios acompañados de sugerencias peligrosas. Es el caso de la Teoría de los “Dos Demonios” que explicaba y explica el genocidio como el resultado de una lucha irracional de demonios militares y guerrilleros. Deshumaniza de esta manera lo macabro. Adjudica el terror a “demonios”, seres poseídos y enajenados de su condición humana. Lo perverso, en cambio, es que fueron humanos los que planificaron el terror con una racionalidad que espanta. Teorías que expían de responsabilidades, incluso, a una sociedad que a veces apoyó el accionar en nombre de la seguridad, u optó por no mirar la masacre argumentando que varios de los “chupados” estaban en una “joda” de la que ellos no participaban. Asemejó a torturados con torturadores, asesinos y asesinados, sin reflexionar en el contenido de las ideas defendidas, en la naturaleza de los métodos y en los recursos empleados por unos y otros. Como las comparaciones dificultaban las semejanzas, y las poses progresistas impedían clasificar a los 30.000 desaparecidos como demonios, la identidad de estos se fue silenciando hasta llegar a la imprecisión que desconoció las luchas y apuestas políticas de esos militantes populares.
La situación va variando. En parte porque las políticas de la Memoria impulsadas por el Estado Nacional en los últimos años avanzaron en ese sentido, pero fundamentalmente porque las nuevas generaciones valiéndose de las políticas de la Memoria anteriores han dado un paso. Acusadas de pseudorebeldes y anémicas de pasiones constructivas, o de idealizar el pasado sin mediar reflexión, son las que además de repudiar el crimen y la impunidad demandan, a su vez, conocer la identidad política de una generación diezmada que estuvo atravesada por propuestas y emociones propias de los son víctimas del poder. Valga mencionar algunas cuya vigencia son absoluta: igualdad radical entre los hombres y mujeres (no sólo ante la ley), rebelión contra toda forma de dominación y opción abierta por las víctimas y desposeídos.

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